La calma y la catástrofe
Edición del 19 / 04 / 2024
                   
23/01/2018 10:38 hs

Heladas Costumbres

Río Cuarto - 23/01/2018 10:38 hs
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Un escrito de Viviana Saino que retrata con simpleza la vida de una familia con costumbres antiguas que debió aceptar sus diferencias. 

Una familia muy tradicionalista. Típica en un pueblo que crecía a paso de tortuga. Sus primeros integrantes habían ido a la escuela en la estancia donde trabajaban de generación en generación. Solo su nieto menor, Tomás, se trasladó al pueblo con su familia porque quería ofrecerles las huellas reales del progreso.

Sus abuelos maternos, Clotilde y Eginio, de ochenta y siete y noventa y cuatro años, ambos inmigrantes italianos que llegaron después de la guerra, arraigados a la fe católica y a los buenos modales de las familias patricias de su época. De escueto hablar durante las reuniones familiares otorgándole una destacada importancia a la mirada del otro por considerarla juez de su status y referente de sus conductas. Sus cuatro hijos, tres varones y una mujer, solo conocieron la jerarquía del hombre sobre la mujer cual servidora fiel debía de ser a sus solicitudes.

María del Carmen y Humberto, sus padres de  sesenta y siete  y  setenta años, nacidos en nuestro país no vivieron el desarraigo de su tierra ni de sus seres queridos. Se conocieron en los tés danzantes de las diferentes estancias que visitaban junto a sus familias cuando iban a comprar mercadería o a compartir días de vacaciones en estancias amigas. De niños sus padres los enviaron pupilos a escuelas católicas donde también aprendieron sobre la otra vida que ofrecía el pueblo, esa de los coloridos carnavales o las multitudinarias y heterogéneas procesiones para las fiestas patronales donde se distinguía la clase pero todos participaban a su manera, aunque conservaban en sus rutinas los  valores que pretendían transmitir a sus hijos.

Pero la modernidad era una asignatura pendiente, corría como avestruz desesperada porque el dinero ya no les permitía conservar su nivel y estilo de vida. Entre lágrimas y dudas debieron acomodarse a nuevas costumbres que los llevarían hacia paraísos desconocidos y delicados. Su familia se tornaba cual péndulo de reloj de madera marcando los segundos. Sus cuatro hijos  Sabina de treinta y ocho años, Ofelia de treinta, Cristian de veintiséis y Tomás de veintidós años.

Mientras sus hermanos vivían y trabajaban en la estancia, Tomás conoció una chica llamada Paula que vivía en un pueblo cercano.

Después de años de noviazgo decidieron casarse. Acontecimiento que trajo consigo una revolución familiar porque ella era de clase media y trabajaba en un comercio, algo que ni los padres ni los abuelos de él tolerarían.

Transcurren los meses y llega a su mundo alguien muy particular. Como no pueden tener hijos, deciden adoptar un bebé de unos meses, quien fue abandonado por su madre por tener una rara discapacidad psicomotriz. Pero su sonrisa conquistó de tal manera los corazones de Tomás y Paula que decidieron ser sus papás y compartir ese amor tan grande, generoso y divertido que él solía brindarles. Lo llamaron Germán.

Ninguno de los familiares de Tomás fue al bautismo de Germán. Sin embargo sus lenguas parecían congeladas por la magnificencia del poder que otorga el dinero y desconoce el corazón.  Trabajaban de sol a sol para tener la excusa justa del cansancio cotidiano. Y los abuelos de Tomás vivían implorando a Dios que les explicara semejante desgracia, porque ellos no podían tolerar la mirada de los demás que les generaba vergüenza. Todos los domingos se juntaban a almorzar en la estancia, pero a Tomás y su familia no lo invitaban.

Sin embargo Germán creció jugando con sus vecinitos, viviendo en una casa sencilla donde todos podían entrar y salir. Fue a la escuela primaria y ya estaba por comenzar primer año de la secundaria. Se realizaba los controles médicos de rutina. Él solía decir que se sentía orgulloso por la hermosa vida que le tocó.

Hasta que un día le pidió a su papá conocer a sus abuelos y bisabuelos:
—Mira papá yo no quiero generarte ningún disgusto, pero ya que están vivos mis abuelos y los tuyos me gustaría conocerlos. Prometo ir relajado y no decir más que mi nombre.

—Hijo, debes comprender que el problema no sos vos, sino ellos. A mí también me gustaría que te conocieran y pudieras compartir experiencias. Pero no puedo asegurarte de que te vayan a aceptar.

—Papi, a seguro se lo llevaron preso. Dale, llévame a conocerlos.

—Bueno, esta noche voy a hablar con ellos para ver si podemos ir el fin de semana a almorzar. ¿Te parece?

—¡Sí! ¡Yuuupiii!— le dijo Germán abrazando a su padre.

Llegado el anochecer, Tomás va a la estancia a visitar a sus abuelos y de regreso pasa por la casa de sus padres para contarles que sería lindo organizar un almuerzo dominical. Fue la misma pregunta y contradictorias respuestas. Su abuelo aceptó, su abuela no y sus padres dijeron un sí muy cerrado. Pero como la palabra del hombre mayor era la que más valor tenía, el domingo próximo almorzarían en la estancia.

Tomás llega cansado a su casa, un poco molesto por la actitud de sus padres, y como su hijo y su esposa ya estaban dormidos, él decide hacer lo mismo.

Al otro día van de compras los tres, pero Germán contaba los minutos que faltaban para que llegara el gran día.

El domingo se van los tres a la estancia y cuando llegan son saludados de manera muy fría por cada uno.

Germán observa y saluda mientras piensa: qué  gente rara que no da besos, no se dan la manolos hombres…parecen no estar muy contentos con la visita.

En la cocina conversan la abuela, la mamá y las hermanas de Tomás:

—Esto no es un chico, sino un monstruo, por la manera en que se mueve y encima quiere tomar alguna de esa vajilla inglesa que tengo colocada en la vitrina.

—No, abuela parece agradable. Después de todo cada uno de nosotros tuvimos esa curiosidad también y no nos dijeron nada— dijo Sabina

En ese momento se acerca a la cocina el abuelo de Tomás para avisar que ya es hora de almorzar, así que por favor se acercaran a la mesa del comedor. Después de bendecir la comida, comenzaron a degustar el plato principal y en el momento del postre  hubo un entrecruzamiento de palabras entre los padres y los abuelos de Tomás.

—Es una verdadera vergüenza la torpeza de ese niño para sostener los utensilios, como se nota que no ha sido bien educado— dice el papá de Tomás con un tono enojadizo.

—Y bueno, por ser torpe no significa que sea un monstruo— responde Eginio entrecortado, queriendo tranquilizar a los demás.

—Disculpe padre, pero eso no lo tolero. Mire lo que hizo en el mantel tan delicado y fino que le regalara a Ud. su madre— mirando fijamente a su papá a los ojos aclara María del Carmen.

—¡Todo esto es tu culpa!, tú permitiste que vinieran a almorzar hoy a casa. Yo te aclaré que algo iba a suceder porque ese individuo no es normal. Que Dios lo ampare— protestaba su esposa Clotilde.
En un momento dado y lleno de tranquilidad, Germán solicita permiso para hablar levantando su mano y mirando fijamente a cada uno de los comensales les responde:

—Lo que comenzó como un almuerzo entre familias terminó siendo el motivo de mayor disgusto mientras escuchaba sus juicios.

—No, para nada, hijito del Señor, nosotros solo conversamos de situaciones de grandes—dijo la bisabuela, con una voz suave pero poco original.

—Mire abuela Clotilde, yo soy hijo del Señor, hijo de mis papis y bisnieto suyo. Por favor no coloque sus creencias como antifaz de buenos modales porque es de muy mal gusto.

—No, nieto querido, vos no tenés la capacidad de comprender lo que dijo mi madre, sos muy pequeño.

—Lo único que entiendo es que a usted no puedo llamarla abuela porque siempre le di vergüenza u jamás me fue a visitar a mi casa.

—Tiene toda la razón Germán, madre. Nosotros para ustedes fuimos invisibles desde el momento en que quisimos vivir nuestra vida a nuestro modo. Y por este hecho nimio nos juzgan a su manera.

—¿Hecho nimio esto, hijo?—responde exaltada María del Carmen.

—Si abuela, porque el desencadenante de todo este conflicto fue por una sencilla cucharada de helado que derramé  sobre un mantel bordado al crochet con hilos metalizados porque yo tengo debilidad psicomotriz. Pero… lo disfruto tanto al helado que me lo he terminado.

Quedando absortos por la sencillez de la respuesta comenzaron a intercambiar miradas y se quedaron callados. Por primera vez fueron despedidos con abrazos por parte de la familia.
 

Por Viviana Saino - https://vivemocionesypalabrasdot.wordpress.com/

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